A la mañana siguiente, el alumno llegó tarde a la cita. Se disculpó:
—Perdóneme, profesor. Mi tardanza ha sido debida a que he heredado una buena suma de onzas de oro y estaba haciendo planes de cómo distribuirlas.
—¿Qué vas a hacer con tu fortuna? —inquirió el profesor.
—Lo tengo muy bien planeado. Invertiré una suma en hacerme una casa y amueblarla; otra parte en hacerme con los sirvientes oportunos; también daré una fiesta, y, por supuesto, utilizaré una buena parte para libros y otra para obsequiar con ella al hombre que más me ha enseñado en este mundo: mi profesor.
El profesor se sintió encantado y halagado. Apenas podía creérselo. Su ira se había desvanecido como el rocío al despuntar el sol.
Déjame que te corresponda —dijo el profesor—. Voy a invitarte a una opípara comida.
Comieron hasta hartarse y bebieron hasta emborracharse. En su embriaguez, empero, el precavido profesor preguntó:
—¿Has guardado bien seguras las onzas de oro?
¡Qué fatalidad, profesor! Créame que iba a guardarlas en un lugar muy seguro, cuando mi madre tropezó conmigo y me despertó. Busqué las onzas pero se habían esfumado.
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