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9 de diciembre de 2018

San Juan Diego Cuauhtlatoatzin


San Juan Diego es el primer santo indígena canonizado por el Papa Juan Pablo II que entendió que Latinoamérica era el continente de la esperanza.



Fue miembro de la gente de Chichemeca y nació cerca de lo que hoy es la Ciudad de México.  Fue bautizado a los 50 años.  Cuauhtlatoatzin supuestamente fue el primero en ver una visión de la Virgen María como Nuestra Señora de Guadalupe, el 12 de diciembre de 1531.  Posteriormente, pasó el resto de su vida como un ermitaño religioso.


La Madre de Dios se fijó en este virtuoso indígena para encomendarle una misión.  Cuatro apariciones sellan las sublimes conversaciones que tuvieron lugar entre Ella y Juan Diego, que tenía entonces 57 años, edad avanzada para la época.  El sábado 9 de diciembre de 1531 se dirigió a la Iglesia. Caminaba descalzo, como hacían los de su condición social, y se resguardaba del frío con una tilma, una sencilla manta.  Cuando bordeaba el Tepeyac, la tierna voz de María llamó su atención dirigiéndose a él en su lengua náuhatl:

«¡Juanito, Juan Dieguito!».

Ascendió a la cumbre, y Ella le dijo que era

«la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios».

Además, le encomendó que rogase al obispo Juan de Zumárraga que erigiese allí mismo una iglesia.  Juan Diego obedeció.  Fue en busca del prelado y afrontó pacientemente todas las dificultades que le pusieron para hablar con él, que no fueron pocas.  Al transmitirle el hecho sobrenatural y el mensaje recibido, el obispo reaccionó con total incredulidad.  Juan Diego volvió al lugar al día siguiente, y expuso a la Virgen lo sucedido, sugiriéndole humildemente la elección de otra persona más notable que él, que se consideraba un pobre «hombrecillo».  Pero María insistió. ¡Claro que podía elegir entre muchos otros! P ero tenía que ser él quien transmitiera al obispo su voluntad:

«…Y bien, de nuevo dile de qué modo yo, personalmente, la siempre Virgen Santa María, yo, que soy la Madre de Dios, te mando».

El 12 de diciembre, diligentemente, una vez más fue a entrevistarse con el obispo.  Éste le rogó que demostrase lo que estaba diciendo.  Apenado, Juan Diego regresó a su casa y halló casi moribundo a su tío, quien le pedía que fuese a la capital para traer un sacerdote que le diese la última bendición.  Sin detenerse, acudió presto a cumplir con este acto caritativo, saliendo hacia Tlatelolco.  Pensó que no era momento para encontrarse con la Virgen y que Ella entendería su apremio; ya le daría cuenta de lo sucedido más tarde.  Y así, tras esta brevísima resolución, tomó otro camino.  Pero María le abordó en el sendero, y Juan Diego, impresionado y arrepentido, con toda sencillez expresó su angustia y el motivo que le indujo a actuar de ese modo.  La Madre le consoló, le animó, y aseguró que su tío sanaría, como así fue.  Por lo demás, enterada del empecinamiento del obispo y de su petición, indicó a Juan Diego que subiera a la colina para recoger flores y entregárselas a Ella. 

En el lugar señalado no brotaban flores.  Pero Juan Diego creyó, obedeció y bajó después con un frondoso ramo que portó en su tilma.  La Virgen lo tomó entre sus manos y nuevamente depositó las flores en ella.  Era la señal esperada, la respuesta que vencería la resistencia que acompaña a la incredulidad. Más tarde, cuando el candoroso indio logró ser recibido por el obispo, al desplegar la tilma se pudo comprobar que la imagen de la Virgen de Guadalupe había quedado impregnada en ella con bellísimos colores. A la vista del prodigio, el obispo creyó, se arrepintió y cumplió la voluntad de María.  Juan Diego legó sus pertenencias a su tío, y se trasladó a vivir en una humilde casa al lado del templo.  Consagró su vida a la oración, a la penitencia y a difundir el milagro entre las gentes.  Se ocupaba del mantenimiento de la capilla primigenia dedicada a la Virgen de Guadalupe y de recibir a los numerosos peregrinos que acudían a ella. 

Murió el 30 de mayo de 1548 con fama de santidad dejando plasmada la aureola de la misma no sólo en México sino en el mundo entero que sigue aclamando a este «confidente de la dulce Señora del Tepeyac», como lo denominó Juan Pablo II.  Fue él precisamente quien confirmó su culto el 6 de mayo de 1990, y lo canonizó el 31 de julio de 2002.



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