Vivieron juntos durante muchos años y tuvieron tres hijos, que crecieron, estudiaron, se casaron y fueron a vivir a lugares lejanos, como, por cierto, ocurre casi siempre. La pareja continuaba en la misma cabaña, pero, mientras el hombre se sentía cada vez más fuerte como consecuencia de su trabajo, la mujer empezaba a debilitarse. Su estado de salud empeoró de tal manera que ya no podía levantarse de la cama.
El marido ya no sabía qué hacer. Y una noche se puso a llorar:
–No me dejes –decía sollozando–.
- ¡Te necesito!
El brillo de los ojos de la mujer pareció retornar:
–¿Y sólo ahora me lo dices? En el momento en que nuestros hijos crecieron y
partieron, yo sentí que mi vida había perdido su sentido. ¡Tú siempre fuiste tan
independiente!
–Me daba vergüenza recibir tu cariño. Siempre me pareció que no merecía todo lo que hacías por mí.
A partir de ese día, la mujer se fue recuperando, volvió a caminar por el bosque
y a realizar sus bordados. Su vida había vuelto a tener sentido porque alguien
la necesitaba.
Ella era capaz de recibir lo mejor que alguien le podía dar:
¡¡Su amor!!
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