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17 de diciembre de 2009

El último sueño del viejo roble (1)

Había una vez en el bosque, sobre los acantilados que daban al mar, un vetusto roble, que tenía exactamente trescientos sesenta y cinco años. Pero todo este tiempo, para el árbol no significaba más que lo que significan otros tantos días para nosotros, los hombres.
Nosotros velamos de día, dormimos de noche y entonces tenemos nuestros sueños. La cosa es distinta con el árbol, pues vela por espacio de tres estaciones, y sólo en invierno queda sumido en un sueño; el invierno es su tiempo de descanso, es su noche tras el largo día formado por la primavera, el verano y el otoño.Aquel insecto que apenas vive veinticuatro horas y que llamamos efímera, más de un caluroso día de verano había estado bailando, viviendo, flotando y disfrutando en torno a su copa. Después, el pobre animalito descansaba en silenciosa bienaventuranza sobre una de las verdes hojas del roble, y entonces el árbol le decía siempre:
- ¡Pobre pequeña! Tu vida entera dura sólo un momento. ¡Qué breve! Es un caso bien triste.
- ¿Triste? - respondía invariablemente la efímera -. ¿Qué quieres decir? Todo es tan luminoso y claro, tan cálido y magnífico, y yo me siento tan contenta...- Pero sólo un día y todo terminó.
- ¿Terminó? - replicaba la efímera -. ¿Qué es lo que termina? ¿Has terminado tú, acaso?
- No, yo vivo miles y miles de tus días, y mi día abarca estaciones enteras. Es un tiempo tan largo, que tú no puedes calcularlo.

- No te comprendo, la verdad. Tú tienes millares de mis días, pero yo tengo millares de instantes para sentirme contenta y feliz. ¿Termina acaso toda esa magnificencia del mundo, cuando te mueres?
- No - decía el roble -. Continúa más tiempo, un tiempo infinitamente más largo del que puedo imaginar.
- Entonces nuestra existencia es igual de larga, sólo que la contamos de modo diferente.
Y la efímera danzaba y se mecía en el aire, satisfecha de sus alas sutiles y primorosas, que parecían hechas de tul y terciopelo. Gozaba del aire cálido, impregnado del aroma de los campos de trébol y de las rosas silvestres, las lilas y la madreselva, por no hablar ya de la aspérula, las primaveras y la menta rizada. Tan intenso era el aroma, que la efímera sentía como una ligera embriaguez. El día era largo y espléndido, saturado de alegría y de aire suave, y en cuanto el sol se ponía, el insecto se sentía invadido de un agradable cansancio, producido por tanto gozar. Las alas se resistían a sostenerlo, y, casi sin darse cuenta, se deslizaba por el tallo de hierba, blando y ondeante, agachaba la cabeza como sólo él sabe hacerlo, y se quedaba alegremente dormido. Ésta era su muerte.
- ¡Pobre, pobre efímera! - exclamaba el roble -. ¡Qué vida tan breve!
Y cada día se repetía la misma danza, el mismo coloquio, la misma respuesta y el mismo desvanecerse en el sueño de la muerte. Repetíase en todas las generaciones de las efímeras, y todas se mostraban igualmente felices y contentas.
El roble había estado en vela durante toda su mañana primaveral, su mediodía estival y su ocaso otoñal. Llegaba ahora el período del sueño, su noche. Acercábase el invierno.
Venían ya las tempestades, cantando: «¡Buenas noches, buenas noches! ¡Cayó una hoja, cayó una hoja! ¡Cosechamos, cosechamos! Vete a acostar. Te cantaremos en tu sueño, te sacudiremos, pero, ¿verdad que eso le hace bien a las viejas ramas? Crujen de puro placer. ¡Duerme dulcemente, duerme dulcemente! Es tu noche número trescientos sesenta y cinco; en realidad, estrictamente hablando, eres un jovencito. ¡Duerme dulcemente! La nube verterá nieve sobre ti. Te hará de sábana, una caliente manta que te envolverá los pies. Duerme dulcemente, y sueña».
Y el roble se quedó despojado de todo su follaje, dispuesto a entregarse a su prolongado sueño invernal y soñar; a soñar siempre con las cosas vividas, exactamente como en los sueños de los humanos.
También él había sido pequeño. Su cuna había sido una bellota. Según el cómputo de los hombres, se hallaba ahora en su cuarto siglo. Era el roble más corpulento y hermoso del bosque; su copa rebasaba todos los demás árboles, y era visible desde muy adentro del mar, sirviendo a los marinos de punto de referencia. No pensaba él en los muchos ojos que lo buscaban. En lo más alto de su verde copa instalaban su nido las palomas torcaces, y el cuclillo gritaba su nombre. En otoño, cuando las hojas parecían láminas de cobre forjado, acudían las aves de paso y descansaban en ella antes de emprender el vuelo a través del mar. Mas ahora había llegado el invierno; el árbol estaba sin hojas, y quedaban al desnudo los ángulos y sinuosidades que formaban sus ramas. Venían las cornejas y los grajos a posarse a bandadas sobre él, charlando acerca de los duros tiempos que empezaban y de lo difícil que resultaría procurarse la pitanza.
Fue precisamente en los días santos de las Navidades cuando el roble tuvo su sueño más bello. Vais a oírlo......
Continuará...../
H.C.Andersen

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