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Cuando se instaló en una de las sillas de la cocina, su hijo apareció silenciosamente en el umbral, estudiándola con curiosidad.
Cuando su madre comenzó el discurso que había preparado para ayudarle a comprender lo que veía, el niño vino corriendo, se acomodó en su regazo, puso su cabeza contra su pecho y se aferró a ella. Su madre decía en ese momento:
El niño se enderezó pensativo. Con la franqueza de sus seis años, respondió sencillamente:
Su madre ya no tuvo que esperar un tiempo para sentirse mejor. Ya estaba mejor.
Rochelle M. Pennington, Sopa de Pollo para el Alma de una Madre
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