Los años pasaron y Salomón se encontró asediado por problemas graves. Entre los altos rangos de sus oficiales mayores se gestaba una rebelión. Las varias esposas con las que había casado le exigían opuestos caprichos, llegando incluso a construir altares para los dioses extraños que en sus países de origen acostumbraban a idolatrar. El inmenso peso económico y logístico de construir el primer Templo para el Dios de Israel era casi imposible de resistir.
Salomón estaba abatido y apesadumbrado cuando recordó el consejo de su padre y abrió el joyero. En la cara de la moneda leyó las palabras hebreas:
Fue entonces cuando Asmodeo, Rey de los Demonios, golpeó la puerta de su corazón. Según la leyenda, Asmodeo había sido llevado encadenado ante el rey Salomón y convertido en su esclavo. Tener tanto poder sobre el Rey de los Demonios era otro logro supremo que enriquecía el orgullo de Salomón y aumentaba su sensación de ser invencible.
Sucedió que cierto día, el Rey le dijo a Asmodeo que no entendía cuál era la grandeza de los demonios, si el rey de todos ellos podía ser encadenado por un mortal. Asmodeo respondió que si Salomón le quitaba las cadenas y le prestaba su anillo mágico, podría probarle los poderes que poseía. Salomón aceptó. El demonio se puso de pie ante él, con una de sus alas tocando el cielo y la otra apuntando hacia la tierra. Tomó a Salomón, que le había entregado su anillo protector, y lo llevó volando a cuatrocientos kilómetros de Jerusalén, y luego se designó a sí mismo como rey.
Durante tres humillantes años, Salomón vagó por la tierra de Israel, viviendo con lo que le daban en las casas donde pedía de comer. Una y otra vez exclamaba: "¡Soy Salomón, Rey de Jerusalén!" Sus palabras provocaban burlas y risas estridentes. "El más sabio de todos los hombres" era ahora considerado un loco de atar. Era un castigo que le hizo prestar atención a una voz mortecina del pasado. Recordó la moneda y la leyenda: "Esto también pasará".
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